Ana
“Eres una chica normal, vas y vienes de la universidad... Y un día de repente todo se destroza. Cierras los ojos y vuelves a abrirlos, los frotas mil veces… pero no consigues despertarte.”
Conocí a Ana cuando tenía 16 años. Un año y medio más tarde iba en coche con sus padres y su abuela cuando tuvo un accidente. Sus padres sufrieron algunas heridas y ella se lesionó fuertemente la espalda. Su abuela murió.
Ana no pudo ir al entierro porque tenía que pasar unos días atada permanentemente a una tabla. Sólo unos días, los siguientes meses, podría limitar progresivamente el uso de la tabla a unas pocas horas y sustituirla el resto del día por un corsé.
Lloró a su abuela toda una semana desde el hospital, atada a la tabla.
Al cabo de unos días se sentía más reconfortada, le animaba la perspectiva de volver a casa, aunque fuera sin su abuela y con su tabla.
La frase que inicia el post la pronunció tres meses después del accidente, el día de su cumpleaños. Hacía dos meses y medio que su hermano, un año mayor que ella, había perdido la vida en otro accidente.
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